domingo, 1 de junio de 2008

Textos prohibidos (01)



Frente a las intimidaciones islamistas ¿Qué debe hacer el mundo libre?

Las reacciones suscitadas por el análisis de Benedicto XVI sobre el Islam y la violencia se inscriben en la tentativa llevada por este Islam de asfixiar lo que Occidente tiene por más precioso que no existe en ningún país musulmán: la libertad de pensar y de expresarse.

El Islam trata de imponer a Europa sus reglas: apertura de las piscinas a ciertas horas exclusivamente a las mujeres, la prohibición de caricaturizar esta religión, la exigencia de un tratamiento dietético particular de los niños musulmanes en las cantinas de los colegios, la lucha para llevar el velo en la escuela, la acusación de islamofobia contra los espíritus libres.

¿Cómo explicar la prohibición del tanga en las playas de París, este verano? Extraño fue el argumento dado por anticipado: el riesgo de “disturbios del orden público”. ¿Significaba esto que bandas de jóvenes frustrados corrían peligro de volverse violentas a la fijación de la belleza? ¿O bien temíamos entonces manifestaciones islamistas, vía brigadas de la virtud, en los accesos de las playas de París?

Sin embargo, la no-prohibición de llevar el velo en la calle es, a causa de la reprobación que este sostén de la opresión contra las mujeres suscita, más propenso a “enturbiar el orden público” que el tanga. No está fuera de lugar pensar que esta prohibición se traduce en una islamización de los espíritus en Francia, una sumisión más o menos conciente a las imposiciones del Islam. O, al menos, que resulta de la insidiosa presión musulmana sobre los espíritus. Islamización de los espíritus: hasta los que se alzaban contra la inauguración de una Plaza Jean-Paul-II en París no se oponen a la construcción de mezquitas. El Islam intenta obligar a Europa a plegarse a su visión del hombre.

Así como antaño con el comunismo, Occidente se vuelve a encontrar sometido a una vigilancia ideológica. El Islam se presenta, a la imagen del difunto comunismo, como una alternativa al mundo occidental. A ejemplo del comunismo de otro tiempo, el Islam, para conquistar los espíritus, juega sobre una cuerda sensible. Se jacta de una legitimidad que enturbia la conciencia occidental, atenta al otro: ser la voz de los pobres del planeta. ¡Ayer, la voz de los pobres pretendía venir de Moscú, hoy vendría de La Meca! Hoy de nuevo, los intelectuales encarnan este ojo del Corán, como encarnaban el ojo de Moscú ayer. Se excomulgan por islamofobia, como ayer por anticomunismo.

En la apertura al otro, propia de Occidente, se manifiesta una secularización del cristianismo, de la que el fondo se resume así: el otro debe siempre pasar delante de mí. El occidental, el heredero del cristianismo, es el ser que pone su alma al descubierto. Toma el riesgo de pasar por débil. Al igual que el difunto comunismo, el Islam tiene la generosidad, la apertura del espíritu, la tolerancia, la dulzura, la libertad de la mujer y de las costumbres, los valores democráticos, como señales de decadencia.

Estas son debilidades que quiere explotar por medio de “idiotas útiles”, las buenas conciencias imbuidas de buenos sentimientos, con el fin de imponer él mismo la orden coránica al mundo occidental.

El Corán es un libro de inaudita violencia. Maxime Rodinson enuncia, en la Encyclopedia Universalis, algunas verdades tan importantes como tabúes en Francia. Por otra parte, finalmente, Exaltador de la violencia, caudillo despiadado, saqueador, degollador de judíos y polígamo, tal se revela a Mahoma a través del Corán.

De hecho, la Iglesia católica no está exenta de reproches. Su historia está cubierta de páginas negras, sobre las cuales hizo arrepentimiento. La Inquisición, la caza de brujas, la ejecución de los filósofos Bruno y Vanini, esos mal-pensantes epicúreos, del caballero de La Barre, los cuales, en pleno siglo XVIII, fueron condenados por impiedad, no pleitean en su favor. Pero lo que diferencia al cristianismo del Islam aparece: siempre es posible volver a los valores evangélicos, la dulce persona de Jesús contra las desviaciones de la Iglesia.

Ninguna de las faltas de la Iglesia tienen su raíz en el Evangelio. Jesus es no-violento. El regreso a Jesús es un recurso contra los excesos de la institución eclesiástica.

El recurso a Mahoma, al contrario, refuerza el odio y la violencia.

Jesús es un maestro del amor.

Mahoma un maestro del odio.

La lapidación de Satán, anualmente en la Mecca, no es un mero fenómeno supersticioso. No muestra sólo una muchedumbre histérica que coquetea con la barbarie. Su rabia es antropológica. He aquí en efecto un rito, al cual cada musulmán es invitado a someterse, inscribiendo la violencia como un deber consagrado en el corazón del creyente.

Esta lapidación, acompañada anualmente de la muerte por pisoteo de algunos fieles, a veces de varios centenares, es un ritual que alimenta la violencia arcaica.

En vez de eliminar esta violencia arcaica, de imitar el judaísmo y el cristianismo, neutralizándolo [el judaísmo comienza con el rechazo al sacrificio humano, es decir, la entrada a la civilización, la cristiandad transforma el sacrificio en la Eucaristía] el Islam le construye un nido, donde crecerá caliente. Mientras el judaísmo y el cristianismo son religiones cuyos ritos deslegitiman la violencia, el Islam es una religión cuyos mismos textos sagrados, banales como algunos de sus ritos, exaltan la violencia y el odio.

El odio y la violencia habitan el libro dentro del cual todo musulmán es educado, el Corán. Como en los tiempos de la Guerra Fría, la violencia y la intimidación son las vías utilizadas por una ideología con vocación hegemónica, el Islam, para arrojar su capa de plomo sobre el mundo. Benedicto XVI sufre de este cruel experimento. Como en aquellos tiempos, es necesario llamar a Occidente “el mundo libre” en relación al mundo musulmán, y como en aquellos tiempos, los enemigos de este “mundo libre”, dedicados funcionarios del Corán, pululan en su seno.

Robert Redeker

Le Figaro 19/09/06



La publicación de este artículo le ha costado a Redeker una fatwa de Yusuf al Qaradaui. Desde entonces se ha visto obligado a vivir de forma clandestina y protegido por la policía francesa.

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